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El espejo - Relato corto

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Mensaje por Aitziber Sáb Feb 24, 2018 3:50 pm

Os pongo un relato corto que publiqué en la revista digital El Taller de la Factoría




El espejo era una enorme luna de triste iridiscencia. Llenaba la habitación reduciéndola a una celda y desde las volutas de su marco las sombras se extendían ocupándolo todo.

Era el espejo de la abuela; la mujer que, desde niña, había aspirado a ser. La echaba mucho de menos. Por eso había decidido quedárselo. No le gustaba, pero ejercía sobre ella una atracción que no podía explicar. Algo que le llevaba a mirarlo y le atrapaba. Había perdido mucho tiempo enganchada en él; ratos que pasaban sin ser sentidos, vacíos en su vida que no podía recuperar. Su mente era una manta apolillada.

De pequeña las visitas a la abuela siempre se hacían ridículamente cortas, encerrada en la habitación, a solas con el espejo y la plata del cepillo del pelo. O eso decían sus padres. Para ella aquellas tardes estaban llenas de risas y juegos con la otra. Jamás llegó a saber quién era. Apenas recordaba su aspecto y no estaba segura de haber sabido nunca su nombre. Solo sabía que era muy real. Más real que nada ni nadie que hubiera conocido. Con aquella niña había corrido por pasillos inexistentes, se había escondido bajo camas demasiado bajas y había pasado por agujeros de ratón en el fondo de los armarios. Había ido con ella al fin del mundo para volver a la habitación de la abuela en un abrazo de sábanas con olor a lavanda y risas inocentes. Si lo pensaba, incluso podía decir que aquella pequeña había sido su primer amor. Si lo pensaba aún más, tal vez dijera que la niña era ella misma. Lo que tenía por seguro es que en algún momento de su infancia había renunciado a ella.

Desde que tenía el espejo en su cuarto, su vida estaba reduciéndose a momentos de cotidianidad salpicados de ausencias. Ausencias... y alucinaciones.

De pie en el umbral de su dormitorio, suspiró. Dejó caer el bolso sobre una banqueta colonial que usaba para cambiarse y se quitó los zapatos. Con pasos quedos se acercó al espejo. Se sentó en la silla de tocador y cogió el cepillo de plata casi mecánicamente, siguiendo con la mirada su reflejo, confrontada pupila con pupila con esa otra, tan igual y tan distinta, sin saber si era ella o la otra la que lanzaba el reto silencioso entre ambas.

Los labios de su gemela se curvaron en una media sonrisa tensa. Sabía que ella había hecho el mismo gesto pero se preguntó por un momento si no había imitado a la mujer del espejo. Apretó con fuerza el cepillo sin atreverse a apartar la mirada, con la seguridad de que una fuerza inconmensurable comenzaría a oprimirla.

Una vez más, pensó.

La mano, fija alrededor del mango plateado, comenzó a cambiar. Los dedos se engarfiaron dolorosamente mientras la piel se manchaba. Vio en el espejo cómo se le hundían los hombros y su cabello se volvió quebradizo y gris. Sintió en su boca los dientes soltarse y escupió sobre la bandeja que hacía juego con el cepillo, de la misma plata bruñida. El repiqueteo sonó como casquillos expulsados de un arma. Cada una de sus articulaciones reclamó su existencia punzando, convirtiendo su cuerpo en el habitáculo de un dolor constante y retorcido. La vista se le nubló. Le costaba tomar aire; cada bocanada le hería el pecho como si en lugar de respirar estuviera arando sus pulmones. Supo que en unos segundos se desmoronaría en un insignificante montón de ropa sucia. Estaría muerta. Peor que muerta, no habría existido siquiera.

Una lágrima solitaria surgió de uno de sus ojos, casi blanco. Parpadeó con toda la rapidez que fue capaz, luchando por ver. Deseaba ser consciente de todo su tiempo; esperaba que eso le diera un sentido a cada uno de sus momentos, tanto los plenos como los vacíos.

Cuando la imagen en el espejo se aclaró de nuevo, su reflejo era normal. Sus labios parecían suaves, aunque respiraba con dificultad. Su piel volvía a ser joven y estaba arrebolada. Su cabello rojizo brillaba sano. Inspiró lentamente intentando tranquilizarse. No ha pasado nada, se repetía.

Levantó el cepillo y comenzó a pasarlo por su melena. Las cerdas eran suaves, densas como su propio pelo; tenía que emplear algo de fuerza en cada cepillada para hacer algo más que atusarlo y el proceso de peinarse por completo requería bastante paciencia. El movimiento del cepillo en el espejo era casi hipnótico. Comenzó a relajarse. Ya no sentía la amenaza cerniéndose como un buitre sobre un barranco. El dolor ya no era un pulso inexorable del

que nadie escapa ni se veía condenada a no ser jamás recordada. Comenzó a sonreir abiertamente, porque aunque desde hacía tiempo estaba sola, era una soledad que ella elegía mantener. No desaparecería sin más.

Del roce del cepillo con su pelo comenzaron a saltar chispas, pequeñas luciérnagas muertas que anidaban en su ropa y su piel. Picaban sobre ella como insectos ávidos. levantando volutas de humo que ella observaba desde fuera de si misma. Incluso disfrutaba de la forma elegante que cada zarcillo blanco tomaba camino al techo. Poco a poco su cuerpo se llenaba de lentejuelas de fuego y el humo danzaba entrelazándose pero que podía soportar como precio a pagar por el espectáculo en el que se estaba convirtiendo. Era algo destructivo y lo sabía, pero se sentía enamorada de esa pulsión, ese calor, ese pontencial.

Los ojos de su reflejo brillaron como ascuas de locura. Y ella prendió. El dolor la golpeó en una oleada salvaje, llenó todo su ser y no le permitió ser consciente de nada que no fuera él. Solo veía blanco sobre negro. El espejo, la silla, el tocador, todo lo que la rodeaba desapareció. No se dio cuenta del momento en el que su cuerpo se arqueó, cuándo su boca se abrió dando paso al tormento que la poseía. No escuchó el golpe del cepillo contra el parquet cuando calló de su mano. Tampoco oyó sus agónicos gritos.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas sin control, pero eran limpias y frescas. Sentía cómo a su paso aliviaban su carne quemada, restituyéndola, dotándola de piel nueva y flexible.

Su cuerpo se agitaba, llevado por sollozos que no podía acallar. Poco a poco se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Palpó con cuidado su ropa y pasó un tiempo observando su piel, tan libre de los estragos del fuego como siempre. En la habitación no había rastro del humo. Todo era normal.

Se enjugó las lágrimas y se levantó para irse a la cama. Mañana, le susurró a su yo enmarcado, mañana me desharé de ti, y se alejó sin mirar atrás. Su reflejo, aún quieto en el espejo, se dibujó media sonrisa.

Hasta mañana, se oyó en un débil tañido argénteo.
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Aitziber
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